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El Perdón

En los años 70´s, con la película Love Story, la actriz Ali McGraw puso de moda una frase que decía: «Amor, es nunca tener que pedir perdón».

Y realmente, si el amor que manifestamos los seres que poblamos este planeta fuera verdadero, jamás tendríamos que pedir perdón; pero como aún no hemos comprendido el verdadero significado de «amaos los unos a los otros», vivimos en un mundo en donde constantemente tendríamos que estar pidiendo perdón, y digo tendríamos, porque lamentablemente el ser humano en la mayoría de los casos, cuando comete una falta no quiere reconocerla, y si lo hace, se niega a la «humillación» de pedir perdón.

De la misma manera, aquél que ha sido ofendido o agraviado, en muchas ocasiones se niega a otorgar el perdón.

Y surge la pregunta ¿Qué es más difícil, pedir perdón o perdonar?¿Qué es lo que nos lleva en un caso y en otro a no poner en práctica el más grande ejemplo de amor y humildad que ha recibido la Humanidad a través del Divino Maestro? Aquél que estando en la cruz y después de haber sido burlado y escarnecido, elevando una oración a los cielos dijo: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen?». Una vez más, como siempre en nuestra historia, lo que nos sigue perdiendo es nuestra falta de amor y nuestra enorme soberbia.

¿Es que acaso no nos hemos cansado de ver repetirse una y otra vez a nuestro alrededor las consecuencias de la falta de perdón? ¿No hemos visto pueblos enteros que han sido exterminados por sus mismos habitantes a causa de rencillas familiares que nunca fueron perdonadas y que han ido pasando de generación en generación como una enfermedad hereditaria entre padres e hijos? ¿No estamos viendo actualmente naciones enteras que se han convertido en infiernos de odio y destrucción por la falta de perdón?

Es triste ver que después de tantos siglos, la Humanidad aún no ha comprendido que al final, el que sobrevive no es el soberbio, sino el humilde.

En este mundo en el que a la nobleza y la humildad se les llama servilismo, estupidez o cobardía, la historia no ha dejado de darnos testimonio de que en su memoria, los más grandes, los más escritos y recordados, los más seguidos, han sido aquellos que han dejado en la Tierra un ejemplo de bondad, de perdón, de sencillez y de humildad; porque la verdadera fuerza está en el amor, en comprender que aquél que reconoce una falta no se está humillando ante los ojos del mundo, sino por el contrario, está siendo grande ante los ojos de Dios.

Mas no debemos ver al perdón como un acto místico, como algo que requiere de nosotros un esfuerzo sobrehumano, debemos verlo como un acto natural, porque habiendo brotado nuestro espíritu del perdón infinito que es la Divinidad, en nosotros el perdón debe ser parte de nuestra naturaleza.

Preguntó Pedro al Divino Maestro en el Segundo Tiempo: «Señor, cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿hasta siete?» Y el Divino Maestro respondió: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete» (Mateo 18:21; Lucas 17:3-4).

¿Qué quiso decir el Señor con su respuesta? Muy sencillo, quiso decir que para el perdón no hay límite, que habremos de perdonar siempre y cuantas veces sea necesario.

Cada uno de nosotros ha sido perdonado por nuestro Padre las veces que lo hemos necesitado, a través de nuestra larga existencia como espíritus, sin importar el calibre de la falta, sin importar la reincidencia en el pecado.

Nuestro perdón ha sido infinito, como infinito es el amor de nuestro Padre.

Pensar en que existen faltas tan terribles que no alcanzan o merecen el perdón divino, es creer en un dios pequeño y limitado, cuyo amor no es lo suficientemente grande ni poderoso para salvar a aquél que ha pecado, y eso es imposible.

La prueba más palpable del perdón divino, la más grande de todas, es la maravillosa Ley de la reencarnación, la cual da al espíritu la oportunidad de regresar cuantas veces sea necesario, para que pueda saldar y restituir todo el fardo de faltas que ha ido acumulando en su azarosa existencia, y así ir avanzando en el camino de su evolución y regeneración espiritual.

Esto último es importarte tenerlo muy claro, porque no dudamos que haya muchos que al leer esta página piensen que si verdaderamente Dios lo perdona todo, no importa el mal que hagamos si siempre vamos a ser perdonados; así también, sabemos que hay otros que piensan que bastará arrepentirse a la última hora para alcanzar el perdón divino y ser eximidos de toda culpa.

Esto es un error; porque así como existe el perdón divino, también existe la justicia divina, y esa es inexorable.

Es decir, que el hecho de que seamos perdonados infinitamente, no nos libera de la responsabilidad que tenemos con nuestros hermanos, de restituirles en bien y en amor, todo el mal que les hemos causado en el camino; y que además mientras más errores acumulemos, más difícil será saldar cuentas, el sufrimiento será cada vez mayor, y la restitución más dolorosa.

Dice nuestro Padre:

«…Debéis comprender que mi perdón no os evita las consecuencias de vuestras faltas, porque los errores son vuestros, no Míos.

Mi perdón os estimula, os consuela, porque al fin vendréis a Mí y Yo os recibiré con el amor de siempre; pero mientras no me busquéis por los caminos del bien, del amor y de la paz, ya lo sabéis y no debéis olvidarlo: El mal que hagáis o que penséis hacer, lo recibiréis devuelto con creces». Tercer Testamento. Enseñanza 17:44.

Bien, ya hablamos de aquellos que por las faltas cometidas necesitan ser perdonados; ¿y que hay de aquellos que por las ofensas recibidas necesitan otorgar el perdón? Nuestro Padre, al hablarnos de ellos nos ha dicho que los podría dividir en tres grupos: El primero, está formado por los que habiendo recibido una ofensa, no sabiéndose contener y olvidando las enseñanzas divinas, se han ofuscado y se han vengado devolviendo golpe por golpe; este grupo es el que se ha dejado vencer por la tentación, y es esclavo de sus pasiones.

El segundo grupo, es el formado por los que una vez que han sido ofendidos, recordando el ejemplo del Divin Maestro, callan sus labios y contienen sus impulsos para luego decirle: «Señor, me han ofendido, pero antes que vengarme he perdonado».

Mas en el fondo de su corazón guardan un rencor callado y el deseo de que Dios los vengue de sus ofensores descargando sobre ellos toda su justicia; este grupo está en plena lucha.

El tercer grupo, el más reducido, es el de aquellos que imitando a Jesús, cuando han sido ofendidos se elevan hacia el Padre llenos de piedad por sus hermanos, para decirle: «Señor, perdónales, porque no saben lo que hacen»; y aunque han sido heridos, en su oración piden caridad para sus ofensores, porque saben que en realidad se han herido a sí mismos, y les desean sólo el bien; este grupo, dice nuestro Padre que es el que ha vencido en la prueba.

¿A qué grupo pertenece cada uno de nosotros? ¿Somos de los que devuelven ofensa por ofensa, golpe por golpe?; ¿de los que sin devolver la ofensa en silencio esperan ser vengados?; ¿o somos los que poniendo la otra mejilla piden al Padre luz para aquellos que los han ofendido? Eso, cada quién lo lleva en su interior, y la única forma de saberlo, es enfrenténdose a la luz de la conciencia.

Lo que sí sabemos aquellos que hemos tenido el privilegio de conocer esta Enseñanza divina, es que el perdón no nace del olvido, porque si olvidáramos las ofensas de nuestros hermanos ¿de qué tendríamos que perdonarlos? Para perdonar y pedir perdón, es indispensable ponerse en el lugar del otro, porque mientras no sintamos de cerca a nuestros hermanos, no comprenderemos las causas del ofensor, ni sentiremos el dolor del ofendido; es además necesario luchar contra nuestra propia soberbia, porque mientras no la venzamos, seguiremos interponiendo las bajas pasiones que nos impiden conocer la verdad, sobre el amor verdadero que es la fuente del perdón.

Aquél que habiendo sido ofendido no acepta la petición de perdón de su hermano, está siendo tan culpable y tan pecador como el que lo ofendió.

La práctica del perdón deja a su paso frutos de indescriptible dulzura; nos reconcilia, nos hace libres, nos resucita y nos salva.